Testimonio desde lo más recóndido de mi conciencia
Al examinar mi vida y mi matrimonio después de tantos años de infelicidad, he llegado a unas conclusiones que quiero compartir, con la esperanza de que mis experiencias ayuden a otras personas que estén o hayan estado en una situación similar.
Durante la batalla campal que fue mi matrimonio estaba tan enfrascada en defenderme de las agresiones y en exigir mis auténticos derechos, que :
Me refugié en mi trabajo para poder olvidarme de mi dolor, de mi soledad, y del infierno en que estaba viviendo. Construí de ese modo un mundo aparte donde no admití ni siquiera a mis hijos. Me sentía abochornada de toda nuestra familia. Sentía que era cómplice de un secreto sucio y terrible y que tenía dos vidas : la que el mundo veía y la que yo en realidad vivía en nuestro hogar.
No les dí a mis hijos todo el amor y la atención que hubiera querido darles, todo lo que yo no recibí tampoco cuando era una niña y tanto necesitaba también.
No cuidé de mí misma. Sin siquiera darme cuenta, pasé por alto no solo mis necesidades de comunicación, amor, ternura y compañía, sino lo que es aún peor, las de nuestros hijos.
No tuve la paciencia necesaria para enseñar amorosamente a nuestros hijos porque estaba continuamente llena de ira reprimida y de resentimientos contra mi abusivo esposo.
A veces - sólo Dios sabe cuántas - le dí quejas a mi esposo de nuestros hijos porque no me sentía capaz de administrar la disciplina. Entonces él los golpeaba o les gritaba y yo tenía que intervenir para defenderlos.
No tuve la valentía de admitir ni siquiera a mí misma, que lo nuestro no era un verdadero matrimonio, que no había verdadero amor, respeto o ni tan siquiera amistad entre mi esposo y yo; sino que se trataba de una relación muy enferma, dañina para nosotros y para nuestros hijos. Me decía a mí misma que no me separaba de mi esposo para que mis hijos tuvieran un padre aunque este no fuera bueno. Pero en realidad era porque no me sentía segura de mí misma y por no tener quien me apoyara.
Viví demasiado tiempo con un hombre con quien nunca fui feliz, renunciando a la felicidad y al amor porque creía que no los merecía. Pensaba, engañándome a mí misma, que valía más como persona que mi abusivo esposo por soportarlo.
Mi ceguera espiritual y mis heridas no me permitían ver el daño tan grande que estaban sufriendo nuestros hijos, hasta que ya fue demasiado tarde para evitarlo.
Del mismo modo que mi esposo fue un mal ejemplo para nuestros hijos varones de lo que es ser un hombre, yo fui para nuestra hija el mal ejemplo de lo que es ser una mujer. Debido a esto, ella se casó con un hombre que también la abusó emocionalmente como lo había hecho su padre con ella y conmigo. De mí aprendió a negarse a sí misma sus propias necesidades, a renunciar a su dignidad de mujer, a su derecho al respeto y a la felicidad.
Permití que la familia de mi esposo también me humillara y en una ocasión hasta me maltratara de palabra y hecho. Permití que mi esposo pusiera primero a sus padres, por encima de mí y de nuestros hijos. Permití que me anulara casi por completo como mujer, no me permitiera salir a ningún lugar sola, tener amistades, hablar por teléfono, cortarme el pelo o muchas otras cosas más.
Todo esto lo permití yo, nadie me obligó a hacerlo. Simplemente no sabía cómo darme valor a mí misma o establecer límites con respecto a mi persona. Jamás me había sentido verdaderamente aceptada, amada o valorada por alguien, hasta que conocí a Jesús y pude poco a poco comenzar a valorarme, a darme cuenta de mi dignidad de hija de Dios, y a cambiar mi vida.
Hoy le doy gracias a Dios por haberme sanado y confío en su misericordia divina, para la sanación de mis hijos.
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